El boom del folklore y la huella de Yupanqui

 La obra de don Atahualpa construyó un camino único. Pero también alimentó el de múltiples artistas de nuestro país.




En 1947, el cantante cuyano Antonio Tormo grabó el rasguido doble “El rancho ’e la Cambicha”, que vendió tres millones de copias. Ese fue el inicio de todo un proceso de cambio cultural en la música popular argentina, acompañado por la difusión del cincuenta por ciento de música nacional en las radios, la apertura de peñas en la ciudad de Buenos Aires y la publicación de libros con recopilaciones de danzas y repertorio folklórico, cancioneros criollos y la incorporación de secciones de folklore en publicaciones masivas, como Sintonía. Para fines de la década del 50, el folklore ya había desbancado al tango en el gusto popular y llegaba a nuevas generaciones y hogares de la clase media argentina.

En esos años convivía el vanguardismo del Di Tella, el éxito de El Club del Clan y el ascenso de Astor Piazzolla. El género de raíz folklórica (una música que hasta ese momento había sido el depositario de la nostalgia y el refugio para los inmigrantes internos que llegaron a Buenos Aires en distintas oleadas migratorias y que tuvieron su eclosión durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón) aparecía como la oportunidad de conectar con la identidad perdida. Zambas, chacareras, chamamés y tonadas se incorporaron al paisaje ciudadano cotidiano, y sus letras, a cargo de poetas como Jaime Dávalos, que podían escribir en una zamba “se abrió tu boca en el beso/ como un damasco lleno de miel”, despertaron el interés del público porteño.

“Es la época de las guitarreadas y las peñas en clubes y confiterías, pero sobre todo en casas particulares. Los temas que suelen interpretar Los Hermanos Ábalos, Los Chalchaleros o Los Fronterizos pasan de boca en boca y de mano en mano, cuando la guitarra criolla desplaza de los hogares de la clase media al tradicional piano. Quien más quien menos, todos conocen alguna zamba. Y el que no participa de este furor de la cancionística criolla se siente sapo de otro pozo, como aquel porteño que en los 40 y los 50 no sabía bailar tango”, dice el historiador y periodista Sergio Pujol en su libro Historia del baile.



RÉCORDS DE AUDIENCIA

Programas de radio como Argentinísima, conducido por Julio Mahárbiz, alcanzan récords de audiencia, y ciclos de televisión como Guitarreada Crush, uno de los más populares de Canal 13, los sábados a la tarde, despiertan el fervor por el folklore entre el público más joven, como después lo harían programas como Escala musical con la música beat. No era solo un fenómeno generado en la urbe. La música folklórica tenía presencia en festivales que surgían en distintos puntos del país. En 1962, la ciudad de Cosquín realizó el primer festival de folklore y marcó un antes y un después en la música popular argentina. En su libro Memorias de un chalchalero, Juan Carlos Saravia recuerda: “Era emocionante el fervor con que la gente recibía a los músicos. Los Huanca Hua, que surgieron en el primer festival, Horacio Guarany, José Larralde, Hernán Figueroa Reyes… íbamos todos”.

En la primera edición de Cosquín, el grupo Los Chalchaleros, el número más popular de la época desde mediados de los 50, fue a cantar gratis para apoyar la iniciativa, y un joven barbudo con sombrero de ala ancha y vestido de gaucho se consagró en el festival: Jorge Cafrune. La popularidad del festival estaba apoyada en las muy buenas ventas de los discos de folklore. Los sellos discográficos Odeon, RCA, Philips y CBS, la mayoría extranjeros con sedes en Buenos Aires, acompañaron el boom folklórico abriendo secciones dedicadas solamente al género, editando hasta quince o veinte discos larga duración por año.

En 1963, en la ciudad de Mendoza, otro grupo de artistas, encabezado por Oscar Matus, Armando Tejada Gómez y Mercedes Sosa (se consagraría dos años después en el escenario de Cosquín), entre otros, lanzó el manifiesto del Nuevo Cancionero, que tendría una influencia en toda América latina (desde el tropicalismo de Brasil a la Nueva Canción Chilena) y consolidó un repertorio más social que retomó la línea que había marcado un pionero como Atahualpa Yupanqui. Para esa época, el autor de “El arriero” estaba asentado en Cerro Colorado, una atalaya donde se resguardaba del éxito. La popularidad de su canción “Luna tucumana”, grabada por Los Chalchaleros, le dio la pauta de que su música y su camino debían ir por otro carril, lejos de las luces de la fama, para dejar una huella profunda y silenciosa.

LARGO CAMINO

Atahualpa Yupanqui compuso su primera canción, “Camino del indio”, a los 19 años y la grabó para Odeon en 1936. A partir de allí comenzó un recorrido largo en la música de raíz folklórica, que tendría luces y sombras: la popularidad de sus canciones, la prohibición y la tortura por su afiliación al Partido Comunista, la consagración en Europa y la cosecha de una obra que a mediados de los cincuenta, con temas como “Chacarera de las piedras”, “El alazán”, “Zamba del grillo” o “La humilde”, presagiaría parte de un repertorio que se convertiría en clásico de las guitarreadas, peñas y festivales, a partir del boom del folklore.

“A principios de los 60, Yupanqui quedó en una posición un tanto paradójica –dice Pujol–. Hubo una canonización de su repertorio y se empezó a grabar la punta del iceberg de sus 500 canciones, diez o quince obras, que fueron versionadas por todo el mundo, desde la primera grabación de Los Chalchaleros de ‘Luna tucumana’ hasta los temas que cantaron Jorge Cafrune, Los Huanca Hua y Los Cantores de Quilla Huasi. Por lo tanto, ocupaba un lugar fundamental. Más aún en el 63, cuando se presenta el manifiesto del Nuevo Cancionero y lo mencionan como un adelantado del movimiento, sentando las bases de una canción de contenido social. Por otro lado, es verdad que hay menos contrataciones para Atahualpa. Hace algunas intervenciones en radio y televisión, pero no se lo tiene demasiado en cuenta como intérprete, sino como compositor.”

Por esos años, Atahualpa Yupanqui, como otras figuras del género, aparecía canonizado en la tapa de la revista Folklore, patentando su imagen de patriarca del género junto al bailarín Santiago Ayala, “el Chúcaro”. En esa misma publicación, que en 1961 dirigía el historiador Félix Luna y que en el pico del fenómeno folklórico llegó a vender cerca de cien mil ejemplares, se adelantaron fragmentos de El canto del viento, el libro autobiográfico que Yupanqui editó en 1963. Un año después, en medio de la efervescencia cultural alrededor de la música de raíz, Yupanqui editó El payador perseguido, una suerte de Martín Fierro del siglo XX, que se convirtió en su obra cumbre y tuvo varias reediciones. Empezó un camino internacional: se fue de gira por Japón en el 64; en el 67 vivió un tiempo en España, y un año después fijó residencia definitiva en París. “Hay una paradoja en esa dualidad, por un lado tiene un repertorio que todos quieren cantar, un reconocimiento intelectual, pero él se siente muy cómodo en París. Tiene la necesidad de tomar distancia de la Argentina. Es curioso porque en dos grandes momentos de actividad folklórica, durante los movimientos más fuertes de los 40 y principios de los 50, él está prohibido, y durante los 60 está como retirado del ambiente de acá”, concluye Pujol.


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